domingo, 1 de noviembre de 2015

Robo a la Afición

UNA FOTO Y TANTAS COSAS

Por Paco Gallardo
foto: Associatel Press
 
 
Corría la feria de San Marcos en Aguascalientes. La euforia se ha desatado, ha rodado el sexto y es llevado a hombros bajo el dolor  Rafael Rodríguez. El matador mexicano  lucha por un difícil puesto en una de las épocas más reñidas del toreo azteca.
 
Los toros experimentan un especial realce por lo que Manolete ha entregado a todos los mexicanos, su arte, su valor y su alegría, sí su alegría de vivir y de estar enamorado. Aquí en nuestra patria, se inauguran plazas, suben los precios y se busca su sustituto.

 Mientras, por nuestra tierra, el arte no es luchador, falta esa competencia, esa lucha por la existencia que es el Toreo.  !Ay, si Pepe Luis quisiera! Pero es mejor para algunos no querer que no poder. Pesa la cornada tremenda de Valdepeñas para Pepín Martín Vázquez, otro adelantado a su tiempo, y al toro que sueña el toreo que ha de venir. La feria de abril, la de Sevilla de ese año de 1950 es triste, el escalafón se resiente, y muchas ferias se refugian en apuestas menores,  sustancian sus abonos en el auge de las novilladas.

Con Pepe Luis Vázquez, Pepín Martín Vázquez y Manolo González como matadores de ferias  rompen  novilleros que escribirán una época, !qué época del toreo! Mientras, en este año de la nueva década, tras el abuso novilleril del año anterior, aumenta el número de festejos y andan hacia otro camino para encontrar el toro que la afición exigente demanda.
 
Las figuras hacen campaña en América, que no México, como es el caso de Luis Miguel Dominguín, que pasa aquí las navidades y vuelve a su campaña, lo mismo que Antonio Bienvenida entre otros. Es allí en América donde se desarrolla la verdadera competencia entre matadores, Luis Miguel es agredido por Rovira, que también se encerró el año anterior en las Ventas con seis, igual que hiciera Luis Miguel en la de la Prensa, entran a las manos por un  quite.
 
El espacio para la emergente generación se abre aún más y la gente se divierte viendo la estoicidad y valor de Litri, la clase y elegancia de Aparicio y  a quién ya de novillero bautizan como el "Catedrático del Toreo", Antonio Ordóñez, el pequeño de los del Niño de la Palma.
 
Rafael Rodríguez, el de la foto, vence con la épica de su valor. El dolor le acompaña junto a la euforia de sus partidarios que han visto, en este antiguo rito, la parsimonia de una vieja historia, eterna desde los orígenes de la Tragedia Griega, que nos emociona cada vez que se edita: que el débil puede vencer al fuerte, que la inteligencia con elegancia y belleza vence a la fuerza, que la vida a la muerte y nosotros a través del arte lo entendemos sin explicaciones. Algo que es eterno, muy natural a todos nosotros y el toreo como arte fundamentalmente popular, con esa clarividencia nos lo arroja sin tapujos ni artificios.
 
Por la ruptura de relaciones no torean en España los grandes de México como eran en esos momentos Silverio Pérez, Carlos Arruza, El Soldado, Procuna y una lista en la que busca su hueco Rafael Rodríguez.
 
Al final no lo sacan por la puerta grande, tras el éxito, lo llevan a la enfermería mezclándose la sangre del héroe con las lagrimas y la emoción de sus incondicionales, como ese exaltado que levanta su mano izquierda, la derecha le sirve de firme asidero en la pierna del herido Matador, cual vencedor con su torero.
 
El agente de la autoridad intenta poner orden dónde ya no manda la cabeza y es rebasado, ignorado.  Es invisible para los que se mueven por la pasión, como si una revolución se tratase.  Entre tanto, entre tantas cosas, un pícaro se lleva la cartera del que no es capitalista, del que sólo le mueve su afición.